Publicaciones: Boletín Perspectivas
Las nuevas formas de la violencia en Nicaragua
Durante muchos años las autoridades nicaragüenses se ufanaban en repetir la frase de que el país era el más seguro de Centroamérica considerando que las estadísticas eran menos elevadas que en el resto de la región. Esa afirmación era cuestionada pues el país no estaba aislado de los cambios que estaban experimentando las dinámicas de la seguridad y la violencia en el resto de los países centroamericanos. La crisis sociopolítica que estalló en abril de 2018 y se mantiene hasta hoy puso en evidencia la precariedad de las condiciones de seguridad y potenció distintas formas de violencia, especialmente aquella ejercida desde el Estado en contra de los ciudadanos.
La ficticia seguridad antes de abril
Antes del 2018, la situación de la seguridad presentaba una dinámica de cambio al menos en tres aspectos: la delincuencia común, el crimen organizado y la violencia política. Aunque las estadísticas oficiales sobre seguridad posicionaban al país en condiciones favorables junto a Costa Rica y Panamá, a lo interno lo cierto es que la situación venía cambiando y los niveles de inseguridad se incrementaban gradualmente. Por ejemplo, en el caso de la delincuencia común el país presentaba un repunte en los robos y asaltos no sólo en la frecuencia sino también en el incremento de la violencia con que eran cometidos. La violencia sexual también presentaba una tendencia de cambio, especialmente en el caso de los femicidios y las violaciones que no solo se habían incrementado en cantidad sino en el nivel de saña con que se cometían.
En el caso del crimen organizado, tanto Nicaragua como el resto de Centroamérica experimentaba cambios importantes en la forma de organización y el actuar de los grupos, especialmente aquellos vinculados con el narcotráfico internacional. Pero también es cierto que otros delitos de crimen organizado como la trata de personas se habían instalado en el país y operaban a través de redes complejas y eficientes. Además, las encuestas de opinión sobre seguridad que se realizaron los años previos a 2018, revelaban que en los barrios la gente mostraba preocupación por el incremento de los expendios de droga y de licor.
Antes de abril, mucho antes, ya había antecedentes de violencia y represión por parte del gobierno de Ortega. El 2008 fue un año donde se hizo evidente la estrategia represiva con el uso de fuerzas policiales y grupos de choque. Pero en la medida que el tiempo avanzó y las muestras de descontento fueron creciendo, aumentó también el control, la vigilancia y la represión hasta volverse acciones sistemáticas realizadas por la policía y los llamados grupos de choque conformados por simpatizantes fanatizados del gobierno. Este tipo de situaciones se volvieron recurrentes sobre todo durante las campañas electorales y a partir del 2013 cuando en el país se abrió un nuevo ciclo de conflictos y movilización social.
Las arbitrariedades y abusos policiales fueron creciendo en todos esos años, tal como se puede observar en los informes anuales elaborados por los organismos nacionales defensores de derechos humanos y en los reportes de diferentes medios de comunicación. Algunos casos fueron particularmente graves como la masacre de El Carrizo, en el 2011; la masacre de Las Jaguitas, en el 2015; el caso de los hijos de la señora Elea Valle en el 2017 y el del campesino Juan Lanzas en el 2018. Hasta ahora ningún policía o civil de los grupos de choque ha sido investigado, enjuiciado o castigado por ninguna denuncia de esa época.
Durante todos esos años, el gobierno mantuvo su discurso de que Nicaragua era el país más seguro de la región y en efecto, así parecía ser si se lo comparaba estadísticamente con otros países centroamericanos. Sin embargo, la realidad es que las dinámicas de la seguridad estaban cambiando aceleradamente en el país y más específicamente aquellas relacionadas con la violencia política y los conflictos sociales.
La violencia durante la crisis
La represión gubernamental a las protestas que estallaron en abril de 2018 alcanzó altos niveles de violencia desde sus primeros momentos y dieron como resultado jóvenes asesinados y heridos. Pero, mientras más alto era el nivel de violencia y represión, más vivas y extendidas eran las protestas. La decisión del gobierno fue aplastarlas a como diera lugar con la fatídica orden: “Vamos con todo”. Eso significó más muerte y dolor. Desde entonces, Nicaragua ha pasado al menos por seis fases de represión en las cuales los niveles de violencia e inseguridad han escalado de manera inimaginable y se han cometido crímenes de lesa humanidad.
Las dos primeras fases de la represión tenían como objetivo sofocar las numerosas y multitudinarias marchas que se organizaron entre abril y mayo. Sin embargo, frente al fracaso de esas acciones, el gobierno decidió elevar gravemente los niveles de violencia y con ello dio paso a nuevas fases de la represión durante las que se llevaron a cabo las llamadas “Operaciones Limpieza” en distintas ciudades del país. Eso ocurrió entre los meses de junio y septiembre del 2018, un período en el que se registra la mayor cantidad de víctimas entre asesinados y heridos. Una de las consecuencias de esa represión fue el éxodo de miles de nicaragüenses que se vieron obligados a desplazarse hacia otros países.
A partir de este momento, las acciones de represión y la violencia gubernamental dieron un salto cualitativo con la participación de los grupos paramilitares conformados por civiles, la mayoría de ellos militares y policías en retiro, y simpatizantes del gobierno fanatizados. Estos grupos han empleado armas de guerra para atacar a los ciudadanos y actúan en conjunto con la policía, o con su complacencia. Es decir, con impunidad.
La cuarta fase de represión tuvo como objetivo descabezar al liderazgo del movimiento ciudadano y silenciar a los medios de comunicación. En el primer caso, se produjo el secuestro, apresamiento, tortura y judicialización de más de 600 personas a las que el gobierno identificó como líderes de las protestas y acciones cívicas en distintos lugares del país. Esas detenciones y secuestros fueron arbitrarios igual que los juicios a los que fueron sometidos.
Otro blanco fueron los medios de comunicación independientes. Desde el inicio de la represión, medios de comunicación como la Radio Darío, sufrieron ataques para impedir su labor de informar a la ciudadanía; además, numerosos periodistas y trabajadores de medios fueron agredidos, robados, amenazados y hasta asesinados por los grupos de choque y la misma policía, pero diciembre del 2018 marcó un hito perverso cuando fuerzas policiales allanaron arbitrariamente las instalaciones de Confidencial, Esta Semana y Esta Noche, así como el canal de televisión 100 % Noticias. En este último, secuestraron a su director Miguel Mora y la jefa de prensa Lucía Pineda, quienes fueron torturados y sometidos a juicio arbitrario. Las instalaciones de esos medios independientes fueron saqueadas y permanecen ocupadas por fuerzas policiales hasta el día de hoy.
Al mismo tiempo que el gobierno Ortega enfilaba la represión en contra de los medios de comunicación y periodistas independientes, también canceló las personerías jurídicas de 9 organizaciones no gubernamentales, asaltó sus instalaciones y confiscó arbitrariamente sus bienes. Igual que en el caso de los medios, los locales de las ONG se encuentran ocupados hasta hoy por la policía, violando los procedimientos establecidos en la ley.
A partir de ese período, el gobierno de Ortega estableció un estado de excepción de facto prohibiendo la realización de marchas cívicas y conculcando derechos ciudadanos. Ese esta de excepción se mantiene hasta el día de hoy.
La quinta fase de la represión transcurrió en los primeros meses del 2019 y se enfocó en mantener las restricciones para el ejercicio de los derechos políticos. Presentó cambios en las acciones de represión de parte de la policía y los paramilitares porque estaba abierta una ronda de negociaciones y se produjo la ex carcelación de varios grupos de prisioneros políticos. Los niveles de violencia empleados por las fuerzas estatales descendieron, pero se mantuvo la vigilancia, el acoso, la intimidación y las amenazas a líderes sociales y los prisioneros recién ex carcelados.
La sexta fase de represión que todavía está en curso tiene como propósito contener al liderazgo social que se ha visto reforzado con la salida de los prisioneros políticos e impedir las acciones de movilización social en distintos lugares del país. En este período, la estrategia del gobierno ha sido emplear acciones de represión diferenciadas para los centros urbanos y las zonas rurales. En las ciudades, se despliegan constantemente grandes dispositivos policiales para provocar temor entre la población y evitar la realización de marchas, plantones u otras acciones de protesta en sitios públicos. El acoso, hostigamiento y ataques de la policía y los grupos paramilitares han sido particularmente violentos en contra de ciertos prisioneros ex carcelados.
Mientras tanto en las zonas rurales, la violencia ha adquirido nuevas características, hay mayor inseguridad, se ha extendido la acción de los grupos paramilitares vinculados con el gobierno, hay mayor presencia de armas de fuego, especialmente armas de guerra, y se han incrementado los asesinatos. Una de las características más relevantes de esta nueva violencia en el campo es que un porcentaje importante de los casos tiene motivaciones políticas y otro grupo significativo ha sido cometido por personas identificadas como paramilitares. La mayor cantidad de asesinatos han ocurrido en la zona norte del país, específicamente en los municipios de El Cuá y Wiwilí en Jinotega, así como San José de Bocay en Matagalpa. La violencia en el campo ha aumentado con el paso del tiempo pero además es preocupante la saña con la que son cometidos los asesinatos. Los datos no son precisos todavía, pero solamente en el 2019 han ocurrido más de 50 muertes violentas en las zonas rurales del país, aunque algunos reportes periodísticos indican que son cerca de 80.
Violencia que alimenta otras violencias
En una edición anterior del boletín donde se analizaban los escenarios del gobierno ante la crisis, se mencionaba que Ortega empujaba al país hacia una situación de “caos controlado”; es decir, una situación de inseguridad, violencia y desorden artificial, dirigida y ejecutada por ellos mismos para atemorizar a la población, pero también preparando las condiciones por si le toca dejar la presidencia, de tal manera que el país quede sumido en el caos por un tiempo. Sin embargo, esa estrategia de inseguridad artificiosa puede ser controlada en sus inicios, pero su evolución es incierta y ya está generando dinámicas perversas de violencia en toda la sociedad nicaragüense.
Una de las consecuencias más nefastas de la violencia alentada desde el gobierno es el surgimiento y la actuación impune de grupos paramilitares. Tal como ya se ha mencionado, estos grupos están conformados por militares y policías retirados, así como simpatizantes fanatizados, muchos de ellos funcionarios estatales. En algunas localidades como el departamento de Carazo, las ciudades de Matagalpa, León y Bluefields han aparecido públicamente en reuniones donde conforman estructuras organizativas, eligen directivas y se comprometen a defender al gobierno a toda costa.
Desde sus primeras apariciones en mayo de 2018, utilizan armas de guerra de alto calibre; es evidente que tienen acceso a recursos facilitados por diferentes instituciones estatales, tales como alimentación, vehículos y combustible para movilizarse; actúan en conjunto con la policía en acciones públicas, detenciones y secuestros, vigilancia e intimidación, entre otras; tienen estructuras organizativas, una línea de mando y capacidad para realizar operaciones militares. Sus actuaciones gozan de impunidad; sus integrantes han cometió algunos de los crímenes más graves durante la crisis, algunos de ellos tan crueles y terribles que son impensables para un ser humano, sin embargo, ninguno ha sido procesado y mucho menos castigado.
Durante los últimos meses se han reorganizado, dejando en los grupos a las personas más leales y comprometidas con el gobierno. En las zonas rurales se movilizan con armas de guerra y con completa libertad, especialmente en aquellas localidades de más difícil acceso. Una parte de los asesinatos ocurridos durante el 2019 aparentemente tienen como móvil el robo o un delito común; sin embargo, las familias de las víctimas tienen temor de denunciarlos y una de sus características es que estos supuestos asaltos son cometidos por grupos de tres o más personas y se están empleando armas de guerra. De ahí se puede presumir que estos grupos paramilitares están vinculados con este tipo de hechos violentos.
El futuro de estos grupos es incierto y es probable que se extienda durante un tiempo. Si se compara, por ejemplo, con la situación que vivió Nicaragua a inicios de los 90 y el ciclo de rearme de ex combatientes de esa época, es posible encontrar diferencias sustantivas aun cuando el escenario de esa inseguridad y violencia han sido las zonas rurales. En el caso del rearme de ex combatientes había una motivación política relacionada con el incumplimiento de los acuerdos por parte del gobierno, una demanda generalizada de seguridad y una agenda que se podía simplificar en “techo, trabajo y tierra”. En la actualidad se trata de grupos fanatizados que no tienen una motivación ni reivindicación más que defender a un régimen acusado de cometer crímenes de lesa humanidad y que tienen en perspectiva, convertirse en bandas delictivas y altamente organizadas.
Uno de los riesgos de la existencia de los grupos paramilitares es que además, de infundir inseguridad y temor entre la población, son proclives a vincularse con los grupos de crimen organizado, especialmente cuando encuentren un modus vivendi en la violencia y la comisión de delitos comunes. Eso tiene dos consecuencias: la primera es que significaría un cambio cualitativo en la existencia y funcionamiento del crimen organizado en Nicaragua.
La segunda consecuencia se relaciona con el incremento de la delincuencia y la criminalidad común. Este es un escenario más complejo porque involucra mayor presencia de armas de fuego, especialmente armas de guerra, un factor que en Nicaragua tenía bajos porcentajes de presencia en los delitos comunes y hechos de violencia en general. Con la distribución de armas de guerra a los grupos paramilitares y la permisividad del gobierno, se ha alentado su uso y ya hay fuertes presunciones de la reactivación del tráfico ilícito de armas en el país.
Por otra parte, la violencia alentada desde el Estado da pie para el incremento cuantitativo y cualitativo de otras formas de inseguridad y criminalidad. Tal es el caso de los robos, asaltos y delitos relacionados. Una de las formas de violencia que más cambios ha tenido en este contexto es la violencia contra las mujeres y en especial los femicidios. Durante el último año, los femicidios no sólo se han incrementado, sino que los asesinos están empleando métodos más crueles para cometerlos, tal es el caso de la joven Seylit Parrales que sufrió múltiples heridas de parte de su ex pareja cuando intentaba asesinarla; o el caso de Karla Núñez que fue asesinada por encargo de su marido, simulando un asalto. La violencia hacia las mujeres fue promovida desde el Estado cuando permitieron y protegieron a los policías y paramilitares que emplearon la violencia sexual como método de tortura durante estos meses de represión.
Retos futuros de la seguridad Uno de los grandes temores e interrogantes que flota entre toda la sociedad nicaragüense es si el país está condenado a la inseguridad, la violencia y la delincuencia de aquí en adelante. Esos temores tienen fundadas razones y seguramente Nicaragua se enfrentará a un escenario complejo y fuertes retos en el ámbito de la seguridad durante los próximos años. Uno de esos retos se refiere al papel de la policía que ha dejado de cumplir con su misión y funciones principales, las cuales están relacionadas con la prevención y el control de las actividades delictivas, especialmente la delincuencia y criminalidad común y el crimen organizado. Todos sus recursos humanos y materiales están en función de las acciones de represión en contra de la ciudadanía. Pero además, perdió toda confianza y credibilidad entre la ciudadanía.
El gobierno ha cedido a los grupos paramilitares el privilegio estatal sobre el uso y control de la fuerza al permitirles actuar con impunidad, además que ha alentado su conformación, facilitado recursos para sus operaciones y ordenar que actúen en conjunto con la policía. En muchos casos, son los líderes o jefes de estos grupos los que dirigen las operaciones colocándose por encima de la institución policial. El resultado es que, en la práctica, la policía ha perdido su carácter de institución nacional, estatal para convertirse en un aparato armado al servicio de un grupo familiar.
Se espera que el escenario pos-crisis esté marcado por la inseguridad y la violencia criminal a causa de estos grupos. Su accionar, debido a su naturaleza artificial, va a depender mucho de la disponibilidad de recursos para el mantenimiento de las armas, la compra de municiones, la movilización y otros gastos logísticos que Ortega ya no estaría en condiciones de asegurar una vez que salga de la presidencia.
Por otra parte, el factor de contrapeso más importante se encuentra en el gran capital social y político de la sociedad nicaragüense en términos de organización y liderazgos en todo el país. Era ese capital social el que impedía que la inseguridad y la violencia tuvieran las mismas características que en otros países de Centroamérica. Ese capital es también es el que ha sostenido al movimiento cívico y ha permitido que a pesar de los niveles de represión y violencia gubernamental, se mantenga la estrategia de acción cívica. Es ese mismo capital social y político el que contribuirá a restablecer la seguridad y fortalecer la cultura de paz en la transición.