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Boletín Perspectivas - 21 Aug 2019

¿Ha muerto la negociación?

El 01 de agosto de 2019, un día después que los
miembros de la Alianza Cívica y su equipo negociador se presentaran al local donde se realizaban las
sesiones entre ellos y el gobierno, el Nuncio Apostólico
Waldemar Sommertag, uno de los garantes del proceso,
anunció públicamente que habían recibido una carta del
gobierno donde daban por cerrada la negociación. La
carta fue enviada desde finales de julio, sin embargo, la
Alianza Cívica no fue notificada ni por el mismo gobierno
ni por ninguno de los dos garantes: el propio Nuncio y el
representante de la OEA.

A partir del anuncio se han generado diversas opiniones
sobre el futuro de las negociaciones para alcanzar una salida pacífica a la grave crisis que vive el país, la mayoría de
ellas se inclinan por la idea que las negociaciones ya murieron, pero ¿en verdad están muertas las negociaciones?,
¿qué pasará con los acuerdos firmados?, ¿qué pasará con
la crisis y su solución?, ¿cuáles son los nuevos escenarios
que se dibujan?, y ¿cuál es el nuevo papel de la Alianza, de
los garantes y del propio movimiento social? 

Un modelo de negociaciones excluyentes


Uno de los estigmas que siempre flotó encima de las negociaciones para solucionar la crisis iniciada en abril de
2018, fue que éstas no repitieran el modelo de las negociaciones precedentes caracterizado por ser excluyentes,
cerradas y cupulares. Ese modelo se comenzó a construir
en Nicaragua bien temprano, a partir de 1990, y se mantuvo hasta el 2007 cuando Daniel Ortega llegó nuevamente
a la presidencia. 

El modelo comenzó a construirse desde las negociaciones realizadas para el traspaso de gobierno y tuvo como
evidencia el Protocolo de Transición; más adelante, se realizaron diversas negociaciones cerradas entre cúpulas políticas y económicas que tuvieron influencia directa en las
decisiones más importantes del país, tal es el caso de las
negociaciones para aplicar los paquetes de reforma económica y ajuste estructural durante los primeros años de la
década de los 90, la privatización de una serie de servicios
públicos y el acomodo de las cuotas de poder entre los
distintos grupos que pretendían liderar la transición. 

El Pacto Alemán-Ortega es el epítome de ese modelo y
significó el desplazamiento de otras fuerzas negociadoras
para dar paso a dos grandes fuerzas políticas, pero sobre
todo, los dos grandes caudillos. Tal como se recordará, a
partir de ese pacto se aceleró el proceso de cooptación y
repartición de los poderes estatales que terminó rompiendo el necesario balance que debía existir entre ellos. Este
tipo de negociaciones fue utilizado una y otra vez por Daniel Ortega y el FSLN porque le resultaba útil para sus propósitos. Le permitía mantener su protagonismo político y
cuotas de poder importantes para decidir sobre temas que
eran de su interés, de tal manera que tanto Ortega como el
FSLN no dudaron en alimentar este tipo de prácticas a lo
largo del tiempo. 

El modelo cambió significativamente en 2007 con la llegada de Ortega a la presidencia y el establecimiento de las
nuevas alianzas que estableció con el gran capital y el ejército, y que se convirtieron en el pilar de los dos procesos
más importantes para apuntalar al grupo Ortega-Murillo:
la acumulación y concentración de capital, y la acumulación y concentración de la fuerza. Las demás fuerzas políticas quedaron desplazadas y relegadas en tanto ya no
eran útiles en ese nuevo esquema. Los partidos políticos
incómodos fueron proscritos o bien, cooptados para jugar
el papel de partidos “zancudos”. Ese nuevo esquema funcionó durante 10 años hasta que la insurrección de abril lo
echó al traste y obligó a Ortega a desempacar nuevamente
la negociación y el diálogo como estratagemas para conseguir sus propósitos. 

Dos rondas de una negociación compleja

Al darse cuenta de que no podía sofocar la insurrección
de abril con la represión de años anteriores, Ortega decidió convocar a un diálogo nacional y para ello le pidió a la
Conferencia Episcopal de la iglesia católica en Nicaragua
que sirviera de mediadora y testigo. Con ello contaba que
podría controlar a algunos actores clave: que restablecería
su alianza con los empresarios, que la iglesia católica se
plegaría a su “buena voluntad” y que lograría aplacar las
acciones ciudadanas. Sin embargo, todas esas variables
estaban en su contra. 

La Conferencia Episcopal aceptó ser mediadora y testigo
del diálogo, pero pidió hacerse cargo de la metodología, la
cual incluía la selección de las personas que representarían a los distintos sectores de la sociedad nicaragüense.
Luego de algunos ajustes y tensiones iniciales, los participantes quedaron seleccionados y la metodología preparada para una primera y memorable sesión efectuada el 16
de mayo de 2018. En ella, Ortega escuchó de un grupo de
jóvenes y de otros líderes sociales los reclamos y protestas
más firmes y directos de toda su vida.

Esa histórica sesión marcó la pauta de las sesiones
posteriores, de tal manera que pocos días después de iniciado, Ortega se dio cuenta que su cálculo político inicial
había fallado, no logró instrumentalizar a la Conferencia
Episcopal, los empresarios no regresaron fácilmente a su
redil y las protestas cívicas lejos de disminuir, se volvieron
multitudinarias y se extendieron a todo el país. Además,
la contienda política alcanzó el más alto nivel cuando todos los participantes en el diálogo, incluida la Conferencia
Episcopal, coincidieron en una agenda que tiene tres puntos cruciales: justicia, democracia y derechos ciudadanos.
Cuando el avance de la agenda de negociaciones llegó al
punto de las reformas electorales y el adelanto de las elecciones como alternativa para la solución pacífica de la crisis, Ortega decidió asfixiar el diálogo y elevar el nivel de la
represión realizando las operaciones limpieza, asesinando
más ciudadanos, encarcelando líderes y obligando a miles
al exilio. La razón es que esos temas en efecto constituyen
la llave maestra para su salida de la presidencia y la solución de la crisis. 

Elevar los niveles de represión y estancar el diálogo significó para el gobierno abrir un nuevo frente con la comunidad internacional, especialmente Estados Unidos que le
impuso sanciones individuales a una lista de varios funcionarios del gobierno incluida la vicepresidenta Rosario
Murillo. La combinación del efecto de las sanciones y la
activa resistencia cívica dentro y fuera del país obligaron
a Ortega a abrir una nueva ronda de negociaciones, pero
esta vez forzó un nuevo formato en el que se limitaba el
número de negociadores a 6 de cada lado y se nombraron
dos testigos: el Nuncio Apostólico, Waldemar Sommertag,
en representación del Vaticano y el señor Luis Angel Rosadilla, en representación de la Secretaría General de la OEA. 

La nueva ronda de negociaciones inició el 27 de febrero
de 2019 pero Ortega truncó de nuevo los avances. Sus enviados firmaron una serie de acuerdos, el más importante
de ellos denominado “Acuerdo para fortalecer los derechos
y garantías ciudadanos”, el 29 de marzo. Este acuerdo
comprometió seriamente a Ortega frente a la comunidad
internacional y a la misma sociedad nicaragüense. En ese
contexto, se produjo la excarcelación de una mayoría de
prisioneros políticos a partir de acciones unilaterales del
gobierno que no respetaron el protocolo acordado con la
Alianza; eso tuvo como consecuencia la revitalización del
movimiento y las acciones de resistencia agregando más
presión sobre la negociación. En ese nuevo escenario, Ortega decidió cerrar nuevamente la negociación con una
larga lista de acuerdos incumplidos y actuando de manera
unilateral en relación a varios aspectos críticos de la agenda. Su objetivo, igual que en la ronda anterior, fue evitar
abordar los temas referidos al adelanto de las elecciones
y las reformas electorales. De allí en adelante Ortega está
empeñado en construir un escenario que le resulte favorable tanto en el plano económico como político. 

El mejor escenario de Ortega

El mejor de los escenarios para Ortega no es necesariamente uno donde su permanencia en la presidencia se
prolongue en el tiempo; sino aquel donde pueda proteger
de manera eficiente a su grupo de poder económico, patrimonio incluido. Permanecer en la presidencia y utilizar
los recursos estatales es un medio para conseguir ese objetivo. Pero en este momento, cuando se le hace difícil recomponer sus alianzas estratégicas, especialmente la que
había construido con el gran capital, y sin respaldo social,
el mejor escenario de Ortega incluye: construir en el imaginario social y político un nuevo interlocutor, o interlocutores, legitimados incluso por la comunidad internacional
para desplazar y desconocer definitivamente a la Alianza
Cívica. Esta posibilidad podría incluir una fórmula que integre líderes del movimiento cívico cooptados y partidos
zancudos. Esto le permitiría volver a su vieja práctica de
negociaciones excluyentes, privadas y cosméticas que, en
su lógica, servirían para recomponer su imagen ante la comunidad internacional. 

El segundo elemento de ese escenario consiste en contener la movilización y protesta social con altos niveles de
represión, simulando normalidad. Para esto ha adoptado
diferentes medidas a fin de atemorizar a la gente, entre
ellas: los desproporcionados despliegues policiales en los
principales centros urbanos; el asedio, la intimidación, los
secuestros y las amenazas especialmente dirigidos contra
prisioneros políticos ex carcelados, líderes sociales y defensores de derechos humanos; y la actuación de los grupos paramilitares, principalmente en las zonas rurales, con
un acelerado incremento de los asesinatos. 

Esos “arreglos” internos son necesarios como condiciones previas a unas eventuales elecciones que, por supuesto, tendría que estar bajo su control. En ese sentido, si logra cambiar a los interlocutores y doblegar las acciones de
protesta cívica, puede enfocarse en una reforma electoral
maquillada, hecha a la medida, a fin de abrir un proceso
electoral que le permita su continuidad ahora legitimado y
reconocido por los partidos zancudos. Sin embargo, para
eso le resulta indispensable abrir un espacio de credibilidad y reconocimiento con la comunidad internacional, así
como frenar las sanciones, especialmente las provenientes
de Estados Unidos pues afectan directamente el capital del
grupo Ortega-Murillo. 

Otro aspecto crítico del escenario que necesita tornar
a su favor es la crisis económica y su impacto, especialmente entre los pocos seguidores que todavía le quedan,
por eso se ha dado a la tarea de buscar nuevos “nuevos
amigos” con dinero suficiente, pocos escrúpulos y menos
credibilidad para que le faciliten los fondos que necesita
para sobrevivir a la tormenta económica que está atravesando el país. Pero esta solución es una espada de doble
filo. Por un lado, puede proveerle a Ortega de los fondos
que necesita con urgencia para remontar la ola en mejores
condiciones; por otro, lo compromete seriamente frente a
la comunidad internacional y especialmente, frente a Estados Unidos, por sus acercamientos a países y aliados
muy mal vistos como sucede en el caso de Irán. Adicionalmente, esas alianzas le proveerán fondos en el corto plazo,
pero no servirán para resolver la crisis económica y sus
consecuencias, sobre todo las de carácter social. 

Probablemente Ortega piensa que si logra recomponer
el escenario a su favor estará en mejores condiciones para
negociar directamente con Estados Unidos y encontrar
una salida a la medida de sus intereses. Si lo logra, eso
significaría efectivamente la muerte de la negociación con
el movimiento cívico y Ortega lograría llevarla nuevamente
al viejo terreno conocido de las transacciones excluyentes
y privadas de las dos décadas pasadas. Dos actores pueden entorpecer sus planes: el movimiento cívico con sus
acciones de resistencia y la comunidad internacional con
Estados Unidos a la cabeza de las sanciones. 

El papel de la Alianza y
el movimiento cívico 

Después del anuncio del cierre de las negociaciones la
gran pregunta que ha quedado flotando en el aire es: ¿qué
sucederá con la Alianza Cívica y cuál es su nuevo papel? La
Alianza se convirtió en la interlocutora del movimiento ciudadano desde el diálogo efectuado en mayo, 2018. En ese momento, cuando el movimiento era autoconvocado y no
existían estructuras organizativas desarrolladas, la Alianza
fue una alternativa relativamente representativa en medio
de la crisis, los altos niveles de violencia por la represión y
la complejidad de la situación. Al aceptar sentarse a negociar con la Alianza en esa primera ronda, el gobierno la reconoció como su contraparte política en la crisis y facilitó
su reconocimiento de parte de la comunidad internacional. 

Desde que se conformó a finales de abril de 2018, la
composición de la Alianza se ha modificado en tres ocasiones: cuando varios de sus integrantes iniciales fueron encarcelados y otros tuvieron que salir al exilio, tal como ha
sucedido con varios líderes estudiantiles y del movimiento
campesino; en la segunda ocasión, cuando el desarrollo
mismo de la negociación condujo a un cambio de formato
para la segunda ronda realizada entre febrero y marzo de
2019; y más recientemente, después del cierre de la negociación cuando decidieron reestructurarla dándole más
fuerza a la representación de diversos sectores. 

La Alianza ha sido objeto de numerosas y fuertes críticas por su composición, funcionamiento, su relación
con distintos actores integrantes del movimiento cívico y
su política de comunicación, pero aunque la negociación
está cerrada por ahora, todavía tiene un importante papel
político que jugar frente a la comunidad internacional y
como contrapeso a los interlocutores “prefabricados” por
el gobierno. 

Por su lado, la Unidad Nacional también tiene un papel
crítico en tanto constituye una instancia de coordinación
y acción conjunta de cara a los esfuerzos organizativos
del movimiento, la movilización y la resistencia dentro y
fuera del país. En la medida que el movimiento se fue estructurando y organizando aparecieron instancias como la
Unidad Nacional, la cual condensó de alguna manera los
esfuerzos, organizaciones y actores que se sumaron a las
acciones de protesta desde distintos territorios y sectores.
Sin embargo, a pesar de su legitimidad social y política no
son reconocidas por el gobierno ni como interlocutoras
para el diálogo ni como adversarios en la contienda política. La Unidad Nacional cuenta con un reconocimiento relativo de parte de la comunidad internacional e igual que la
Alianza ha recibido fuertes críticas de parte de integrantes
del movimiento y ciudadanos no organizados. Con todo, su
papel es eminentemente político organizativo y de coordinación, y en este momento se encuentra en un proceso de
fortalecimiento interno alentador, aunque lleno de tensiones y bajo una fuerte represión en el interior del país. 

Tanto en el caso de la Alianza Cívica como de la Unidad
Nacional, por mucho que el gobierno pretenda deslegitimarlas y desplazarlas, el reconocimiento de ambas proviene de los actores sociales y los ciudadanos, así como
de la comunidad internacional. Difícilmente interlocutores
prefabricados o surgidos de los partidos políticos colaboracionistas gozarán de la misma confianza y credibilidad,
a menos que provengan de actores cooptados dentro del
mismo movimiento. 

La negociación agridulce 

Para nadie es un secreto que desde que Ortega anunció
el diálogo a finales de abril de 2018, han abundado las opiniones adversas y de apoyo. Desde el punto de vista de los
más escépticos, la negociación siempre fue una maniobra
de Ortega para ganar tiempo y algunos criticaron incluso
los formatos iniciales del diálogo, así como el papel de los
negociadores durante las dos rondas realizadas. Desde el
lado de los que vieron el ejercicio como una oportunidad
para salir de la crisis por la vía pacífica, la negociación era
necesaria y ha rendido frutos importantes. Sin embargo,
después del anuncio de cierre, es importante preguntarse
si el país logró algo o si Ortega se salió con la suya. 

Si se pensara que Ortega logró su cometido y armó un
traje a la medida, es decir, que logró ganar tiempo y recuperar fuerzas, se le estaría atribuyendo la capacidad de manejar a todos los actores y variables de la crisis, así como
restarle al movimiento su capacidad de agencia y transformación. Pero la verdad es que Ortega se ha visto obligado
a reelaborar su estrategia de negociación y de represión
varias veces precisamente porque no ha logrado desmovilizar ni frenar al movimiento. Las acciones de resistencia
están vivas y tal como se mencionó antes, el movimiento
está en un proceso de fortalecimiento organizativo. 

Por otra parte, la negociación expuso a Ortega frente
a la comunidad internacional, lo desenmascaró como un
régimen dictatorial, violador de derechos humanos y mentiroso. Los acuerdos que ha firmado establecieron un marco que permite medirlo y obligarlo a rendir cuentas a nivel
internacional por mucho que los procesos diplomáticos
sean burocráticos en espacios como la OEA y el sistema
universal de derechos humanos. Dentro del país el régimen
Ortega también quedó al descubierto y sus acciones de
brutal represión reforzaron la voluntad ciudadana de operar el cambio a través de acciones cívicas. 

Si Ortega logra establecer un nuevo diálogo con interlocutores a su medida, difícilmente logrará legitimarlos
frente a la sociedad nicaragüense y la comunidad internacional; más allá de eso, los resultados de esa supuesta
negociación serán efímeros, pues tienen el propósito de
servir únicamente a remontar la ola y volver a los viejos
esquemas de transacción y acuerdos excluyentes.
Finalmente, el cierre del diálogo no mata al movimiento
ni lo ralentiza, sino todo lo contrario. Le devuelve el protagonismo a los actores organizados y ciudadanos para las
acciones sociales y el cambio político.